jueves, 5 de julio de 2007

MAS ALLA DE LA EXPERIENCIA (1 de 1)

La psicología nos ha ayudado a comprender y explicar la conducta humana. Entre otras cosas, nos ha dicho lo siguiente: los tres campos de la vida y de la actividad humana son: 1.- la acción 2.- el pensamiento 3.- el sentimiento

En la vida constantemente estamos experimentando diferentes tipos de experiencias y cada una de ellas tiene una forma especial de impactar estos tres campos ya mencionados. Por ejemplo, hay experiencias que podemos catalogar de irrelevantes [neutras] queriendo decir con esto que no logran impactar nuestra forma de ver, explicar y reaccionar frente al mundo. Es decir, no logran transformar nuestra cosmovisión. Dentro de este tipo de experiencias podemos mencionar las del diario vivir, las rutinarias, las preestablecidas por una agenda que se repiten día tras día, semana tras semana, mes tras mes…

Otras, por el contrario, no pasan desapercibidas. Se hacen notar, se dejan sentir. Dentro de esta categoría podemos muy bien hacer una subdivisión. Por un lado están las que rotulamos como positivas, enriquecedoras. Aquellas que nos hacen fluir. Se convierten, podríamos decir, en generadoras de energía [son plantas nucleares] para nuestra vidas. Ahora bien, si bien es cierto que se hacen notar, normalmente nosotros no nos detenemos para hacerles preguntas y reflexionar sobre lo vivido. No es que ellas no tengan la capacidad de provocarnos, es que nosotros no las tomamos en cuenta por el simple hecho de que la alegría, el festejo, el vino y la celebración nunca se han prestado para ser un espacio para un alto en la vida ni para hacer preguntas.

Por otro lado están aquellas que etiquetamos como desagradables, azarosas y desgarrantes, y que casi siempre nos sorprenden y nos encuentran desprevenidos. Estas tienen la facultad de marcarnos tan profundamente que después de haberlas experimentados personalmente nuestra vida jamás vuelve a ser la misma. Nos hacen ver el mundo de manera diferente. Nos hacen actuar, pensar y sentir de una manera contraria a la que estábamos acostumbrados.

Estas -a diferencia de las anteriores- producen dolor, desesperación, angustia, frustración, y en no pocas ocasiones, una sensación de para qué seguir viviendo. Sin embargo -como postula una de las leyes de la dialéctica, aquella que dice que “la realidad es contradictoria”- estas experiencias que normalmente rotulamos como negativas tienen dentro de sí el germen que nos lleva a la reflexión, a la parada, a la evaluación. Y si la sabemos valorar y aquilatar en su justa dimensión terminaremos al final del túnel agradeciendo el haberlas tenido.

En el Escrito Pastoral #11 escribí lo siguiente:
“Un verdadero peregrino del desierto nunca abandona su actitud y disposición de reflexionar sobre su experiencia próxima pasada. Ya sabe que debe detenerse y que debe hacerlo en actitud humilde. Por eso, antes de embarcarse en la continuación de su peregrinar, ya no por un desierto, sino por la vida, se hace tres preguntas. Estas son: 1.- ¿Qué aprendí sobre mí? 2.- ¿Qué aprendí sobre los demás? 3.- ¿Qué aprendí sobre Dios?

Normalmente, estas preguntas se hacen con algunas lágrimas en los ojos. Las lágrimas no siempre son indicador de dolor, también son preámbulos del descanso y la alegría. Si no se es capaz de contestar estas tres preguntas con meridiana claridad y profundidad de convicción, entonces… ¿para qué nos sirvió esta travesía? Las respuestas dadas a estas tres preguntas no pueden ser del tipo “respuestas-recetas”, sino respuestas que nazcan y broten de lo más profundo de nuestro ser, a la luz de la experiencia que se ha vivido.”

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