viernes, 16 de noviembre de 2007

La columna de Miguel Guerrero

Lo del abrazo en el sepelio de un amigo común debió tener el amargo sabor de un trago de resina. Un purgante. De esos de efecto rápido, que hay que tragar de un golpe. Se vio claro en las reseñas por televisión. Ni se miraron a los ojos, ni intercambiaron saludo.

Uno le puso la mano derecha en el hombro al otro, como para mantenerlo a distancia. No hubo estrechón de manos ni intercambio de palabras. Un simple y obligado abrazo por respeto y afecto al compañero ido. Nada más.

Y cada cual después por su lado, sin prestarse atención el uno y el otro. Todo lo demás es pamplinas. Los rostros adustos con ceño fruncido eran expresión de duelo tanto como de disgusto.

No fue el abrazo natural de amigos que vuelven a encontrarse dejando atrás una rivalidad. Tuvo alguien que buscar a uno en un extremo del local para llevarlo ante la presencia del otro.

No dudo, en la política dominicana ocurre cualquier cosa, que alguna vez se reconcilien y vuelvan a ser lo que eran antes.

Pero el encuentro obligado ante el féretro del amigo nos dice que ese momento no ha llegado todavía y que, por el contrario, las distancias parecen ahora más largas que en cualquier otro momento.

Eso explica las posposiciones de una proclamación que debió hacerse ya hace un tiempo y dejan a un lado las infantiles excusas de una fecha y otra.

La natural especulación gira ahora alrededor de si la oficialización de la candidatura tendría la magia o el milagro, por lógicas razones y lealtad partidarias, de producir un nuevo encuentro.

Esa vez con abrazos más prolongados y saturada la escena con sonrisas que no se vieron, tal vez por las dolorosas circunstancias de aquel primer encuentro.

La incógnita que hace relevante la posibilidad de ese otro abrazo la crea la impresión de que la conservación del poder depende de una reconciliación que agravios recientes hacen muy difícil. La otra pregunta es qué ganaría el otro.

Miguel Guerrero es escritor y periodista
mguerrero@mgpr.com.do

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